martes, 28 de diciembre de 2010

Tiempos viejos

Pintura de Alfred Stevens

Que frescura por Dios, pero qué frescura la de nosotros. Nos paseábamos por las calles con mucho donaire, yo tomada de tu brazo y a paso lento. Quizás mi traje largo de boleros y debajo la enagua almidonada no permitía que caminara más de prisa. Entendías perfectamente mis pasos, hasta en ese acompasar lento nos comprendíamos.

Saludábamos por doquier, tú te quitabas el sombrero y yo con mi abanico demostraba elegancia. ¡Cómo nos amábamos!. Éramos jóvenes. ¡Cuánta envidia causábamos!. Eran tiempos donde el recato en la mujer la hacía acartonada y no se le permitía demostrar la pasión por su pareja. Felices, desafiábamos a todos y sabíamos que por los rabillos de sus ojos nos miraban, y luego en voz baja nos criticaban, pero eso a nosotros ¡no nos importaba! Nos deleitábamos tanto haciéndolos murmurar que esperábamos los domingos a la hora acostumbrada para ir a la iglesia y dar de qué hablar: Dejábamos nuestro coche retirado del lugar porque nos gustaba pícaramente caminar y yo abanicar mi rostro con orgullo. Y cuando salíamos de la iglesia, ordenábamos al cochero que hiciera el trote del caballo lento, para que se escucharan sus pezuñas sobre el empedrado de la calle y todos se dieran cuenta que ahí, dentro del coche íbamos los dos.

Minutos después estaríamos sentados en los asientos de respaldar alto y aterciopelado. Nuestra cena era servida en aquella vajilla de porcelana con sus filos de visillos de oro y nuestros cubiertos de plata fina.

Y luego la cama ancha llena de tules y sábanas blancas, esperaba el encuentro de nuestras pieles. Mi camisón de seda blanca y reluciente, caía sobre mis pies para encontrarme con tu cálido cuerpo y confundidos en medio de la noche y de nuestra incansable locura compartíamos el amor que tanto dejábamos en las calles.

Abrazo dominguero

Pintura de Diego Rivera

Huele a alegría, a descanso y a jolgorio. Si miro en retrospectiva y voy a mi niñez, siento el olor a las hierbas de la galería, caminar entre las frutas coloridas y tropezarme con algún perro flaco que se enmarcaba en el ambiente. Caminar entre la multitud de gentes y tropezar mi cuerpo con cualquier canasto colgado del brazo de una matrona.

Y en el hogar, la comida recién preparada, quizás diferente a la de todos los días. El reencuentro con olor a familia, el chiste o la discusión pasajera.

Y es que un abrazo dominguero incluye el paseo o la entrada a la iglesia, recibir el viento que alborota nuestro pelo, o el encuentro con los amigos. Un vestido nuevo, un programa televisivo o la dormida de la siesta a nuestras anchas; cualquier visita inesperada que nos abraza con alegría. Es el reencuentro con el amor de turno que nos hace engalanarnos de manera diferente y arranca de nuestros labios una sonrisa distinta…


Entre paréntesis

Cuántas veces se siente la muerte a destiempo. La que se arremolina en una ola para avasallarnos y dejarnos rendidos ante la vida. Y es que parece que ese lento caminar, esos momentos que se sienten vacíos de toda luz, de toda vivencia, de todo querer salir del abismo se quedaran entre paréntesis y cuántos lamentos sin respuestas acechan y hieren el alma. Pero todo afuera sigue su curso, la vida borda tendidos que se reflejan en el infinito, mientras en las calles el sol ardiente deja que el sudor recorra muchas frentes.

Y entre paréntesis nuestra vida se vuelve frágil, se rompen los deseos internos queriendo escapar y estallar para gritar que todavía se vive, que todavía hay palpitaciones que siguen silentes acompasando los tiempos y los minutos inertes del yo atrapado en fugaces esferas de cristal. Cuántas preguntas corroen nuestras sienes sin respuestas claras que como manos te induzcan nuevamente al camino. Ese camino que a veces se muestra cansado, que no quiere brindar ni siquiera una flor rastrera, donde solo el polvo permea el sabor de la vida y se prenda de las ramas viejas del árbol que el más mínimo viento derrumba destrozando el alma de su caminante inherte.

Trilogía

Frente a esta taza de café que esparce su suave pero penetrante aroma, mis letras pugnan por salir. Frases que intento dosificar para ordenarlas tranquilamente. Afuera, la lluvia salpica el cristal de mi ventana obligando a mi mirada ávida de ambos espectáculos para adentrarme en ellos. Hoy esta combinación me lleva a pensar en tantos pasajes que no se hicieron para mí. Vocablos que nunca se escucharon y perdidos en otras dimensiones navegaron dulcemente esquivando mi boca y otra boca. Incansables pero diminutos paréntesis de estaciones que mi pensamiento esboza traslúcidamente. Ratos de asueto equilibran mis letras y mis sorbos de café, mientras el tímido humo y la lluvia que amaina hacen juego a estos pensamientos solitarios y dejan que las letras se unan en breve carnaval para dejar huella de ellos.

El humo del café, el olor a humedad y las letras forman una trilogía perfecta para pasar estos minutos y obligándome a terminar mi café y dejar que el humo se lleve mis pensamientos lejos de mí.

Tulipanes



Erguidos sus tallos y algunos maltrechos floran al ritmo de la vida. Cada capullo se abre y de su interior emana la esencia que aprisionada vive para dar calidez a su alma. Algunos bajan su cabeza en señal de desconsuelo, el peso que llevan sobre sí, no los deja terminar su evolución; sin embargo, su belleza continúa y en sus corolas extasiadas se queda la luz solar. Traslucen la lucha por la vida y no renuncian pronto a ella, soportando fríos invernales que los pulen para entregar al mundo floraciones perfectas. Discípulos perfectos del sabio que habla de nacer, vivir, reproducir y morir. Pero en ese marco viven satisfechos porque saben que su descendencia siempre hablará de ellos y se aprontan a nuevas floraciones a la espera del relevo generacional.

Nubarrones

Y aquella bandada de golondrinas revoloteaba sin cesar. Quizás presentían que entre las nubes algo se preparaba, habían perdido el brillo de horas anteriores y la luz blanquecina había convertido todo en un manto gris. Y las avecillas sin saber dónde quedarse, revoloteaban por ventanas y se detenían de vez en cuando en alguna rama seca, pero ninguna se apartaba del grupo, estaban inquietas y su felicidad se convirtió en vaga.

Sin embargo, empezó a sentirse un viento rápido y frío que hacía temblar las hojas de los árboles y como lluvias de otoño las hojas cansadas al suelo caían, mientras otro viento rastrero parecía escobillas barriéndolas.

Por fin la bandada de golondrinas cambió el rumbo de su vuelo y empezaron a cantar con otro tono, aquél que en silencio murmuraba que el viento se había llevado los nubarrones y que tímidamente el sol volvía nuevamente a mostrar su cara, corriendo apaciblemente tras las nubes que retomaron la luz blanquecina y como motas de algodón fueron a esconderse detrás de aquella montaña que desde mi ventana alcanzaba a observar. Nuevamente la limpieza del infinito hizo que las golondrinas volvieran a ser felices…