Que frescura por Dios, pero qué frescura la de nosotros. Nos paseábamos por las calles con mucho donaire, yo tomada de tu brazo y a paso lento. Quizás mi traje largo de boleros y debajo la enagua almidonada no permitía que caminara más de prisa. Entendías perfectamente mis pasos, hasta en ese acompasar lento nos comprendíamos.
Saludábamos por doquier, tú te quitabas el sombrero y yo con mi abanico demostraba elegancia. ¡Cómo nos amábamos!. Éramos jóvenes. ¡Cuánta envidia causábamos!. Eran tiempos donde el recato en la mujer la hacía acartonada y no se le permitía demostrar la pasión por su pareja. Felices, desafiábamos a todos y sabíamos que por los rabillos de sus ojos nos miraban, y luego en voz baja nos criticaban, pero eso a nosotros ¡no nos importaba! Nos deleitábamos tanto haciéndolos murmurar que esperábamos los domingos a la hora acostumbrada para ir a la iglesia y dar de qué hablar: Dejábamos nuestro coche retirado del lugar porque nos gustaba pícaramente caminar y yo abanicar mi rostro con orgullo. Y cuando salíamos de la iglesia, ordenábamos al cochero que hiciera el trote del caballo lento, para que se escucharan sus pezuñas sobre el empedrado de la calle y todos se dieran cuenta que ahí, dentro del coche íbamos los dos.
Minutos después estaríamos sentados en los asientos de respaldar alto y aterciopelado. Nuestra cena era servida en aquella vajilla de porcelana con sus filos de visillos de oro y nuestros cubiertos de plata fina.
Y luego la cama ancha llena de tules y sábanas blancas, esperaba el encuentro de nuestras pieles. Mi camisón de seda blanca y reluciente, caía sobre mis pies para encontrarme con tu cálido cuerpo y confundidos en medio de la noche y de nuestra incansable locura compartíamos el amor que tanto dejábamos en las calles.