Aún recuerdo tu imagen cada vez que escucho esa canción. Aquella, cuyas notas te extasiaban en sus primeras estrofas. La historia de aquel hermoso ejemplar: “Era un preso resignado a la misión de cantar”.
Poco a poco, empezaste a comprender la historia del pequeño que era el dueño de aquel canario adamascado, que moría sin que los dos entendieran la razón.
Por tus tersas mejillas, rodaban perlas de amor, no comprendías por más que quisieras que tu cartuchera de tela, donde tenías tus lapicitos de color, no fuera la cajita de madera, donde pudieras depositar aquel canario cantor. Llorabas porque no podías tener entre tus manos el cantor que expresaba una pena en su cantar.
Llorabas mi niño, mientras unas veces yo te abrazaba y otras te quitaba la canción.
No posaste el beso de tu boca sobre el rosado plumón, porque tus lágrimas ahogaban tu garganta y solo atinabas a preguntarme ¿“por qué se murió el cantor”?… te acunaba para que no lloraras más, entonces comprendiste el por qué aquel niño en su mano temblorosa, dejó dormida una rosa que tenía un corazón…
Etelsaga, diciembre 2007
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